miércoles, 18 de diciembre de 2013

Cuando tenía 15 años y salí de un liceo de pueblo para enfrentarme a la necesidad de escoger una carrera, no sabía precisar ni siquiera en lo más profundo de mis pensamientos, lo que quería.
Buscaba una carrera que me permitiera seguir siendo yo misma. Buscaba una carrera en la que desarrollara los potenciales que aunque joven, sabía que Dios me había regalado.
Quería titularme en alguna cosa que me permitiera ser Erika Polanco.
Siempre pienso que no conseguí mi carrera… ella me consiguió a mí. Un día en los que vivía mi mayor ataque de rebeldía contra la vida, me tropecé con la Universidad Experimental Cecilio Acosta y decidí experimentar.
Allí me esperaba un mundo lleno de vivencias en las que día a día forjé una pasión.
Y me hice periodista.
Hoy, tantos años después de esa decisión, la claridad es tal que a veces ciega mis ojos.
¡Soy una periodista!.
Ayer en uno de mis estados sociales me decía en voz alta: ¡Se vale recordar lo que es ser periodista!.
A veces, entre kilos de harina y azúcar, trato de olvidarlo, y lo hago de manera voluntaria. A veces quisiera apagar en mí ese incendio que llevo por dentro y que me permite escribir a la misma velocidad que pienso como un diálogo ciego entre el teclado y mi corazón.
A veces siento que lo mejor que puedo hacer es echarle un balde de agua fría a ese sentimiento que nació hace un montón de años y que sembré, regué y coseché en buena parte de mi vida adulta.
Y siempre, siempre, hay algo en mi vida que me estremece y me hace recordar por qué soy periodista.
Podría pasar horas y horas escribiendo líneas edulcoradas y cursis sobre lo bello de esta profesión, pero la verdadera razón es más simple: la verdad.
Ese es un motor de un millón de caballos de fuerza que siempre ha movido mi vida. La verdad.
A esa pasión se une mi manera de ser, que jamás ha cambiado, que a mucha gente le parece rimbombante, que a otros les molesta (siempre he pensado que es pura y simple envidia porque jamás serán como yo), a algunos les parece genuina y otros optan por llamarlo “cojones”.
Dios no me dotó de un par de ellos pero me dio convicciones, me enseñó a respetar mis ideas. ¡Sí! A respetarlas yo misma para posteriormente pedir a otros que las respeten.
Mi mayor lucha como periodista ha sido siempre contra un maldito cliché que llaman “objetividad” y que pretenden darle un sitio supremo en el ejercicio del periodismo por encima del equilibrio.
Siempre he dicho que el periodista que cree en la verdad no deja de ser un ser humano, una persona con pensamientos propios, con ideas, con valores, con sentimientos y con emociones. ¡Es un deber ser equilibrado, pero no una máquina!.
Y eso he sido en mi vida profesional. Una mujer de equilibrios pero no una autómata.
Tengo mis convicciones y he defendido la democracia más que muchos de quienes hoy se abren las venas al jurar lealtad.
La verdad y el hecho justo han marcado mi vida y por eso decidí emprender otros caminos en mi vida, eso me llevó a crecer en otras áreas como el Derecho y lucho día a día por ser tan pronto como el tiempo me lo permita una abogada al servicio de la misma verdad que he defendido como periodista.
Me he negado a ser una periodista de pacotilla que solo sirve para grabar y teclear lo que otros dicen. Me he negado a autocensurarme, me he negado a callarme la boca por comodidad…pero a veces pienso… ¿vale la pena?.
Llega un momento en la vida de las personas que comienzan a preguntarse si ha valido la pena cuanto han hecho…
Y me respondo a mi misma… ¡Si!... Si vale la pena.
Vale la pena porque jamás me he traicionado, jamás he hecho nada contrario a mis convicciones y a mis ideales, jamás he ido en contra de lo que dicta mi conciencia.
Sigo siendo periodista y cada día, al ver las miserias propias de quienes no brillan con luz propia sino que (como diría una buena amiga), tienen que echarse escarchita, me convenzo más de que moriré siéndolo.
¡Jamás tendré vida suficiente para agradecerle a Dios la certeza que me ha dado en mi vida de saber que yo soy lo que Él hizo de mi y viniendo de Él, soy su obra y me siento orgullosa de lo que soy!.


Su lengua es una flecha que mata, diciendo mentiras; le desean al prójimo la paz, pero, en su corazón, le preparan una trampa. (Jeremías 9-7)